Julio
Humberto Grondona, el que parecía que iba a ser eterno presidente de
AFA, llevaba un anillo de oro con la frase “todo pasa” grabado.
No solo no se lo sacaba nunca, sino que solía exhibirlo como muestra
de fortaleza y de poder. Como símbolo de que el tiempo, la paciencia
y el olvido eran sus mejores aliados. A mediados de 2012, Nélida, la
esposa de Grondona, falleció. Cuentan que don Julio la noche del
velorio se sacó su anillo y nunca más volvió a ponérselo.
Evidentemente no, no todo pasa. Hay cosas que no tienen remedio.
Por
qué cuento esto abriendo una crónica musical? Porque las noticias
del 0-3 de la selección contra Brasil y la muerte de Leonard Cohen
me llegaron juntas, justo cuando Carla Morrison cantaba una canción
que precisamente se llama así: "Todo pasa". Se mezclaba
entonces todo: la música, el fútbol, la poesía, México y la
muerte. Después Carla va a pedir que la dejen llorar, citando a uno
de sus temas más conocidos. Esa donde suplica “Déjenme llorar,
quiero despedirme en silencio, hacer mi mente razonar que para esto
no hay remedio”. No se refiere a la muerte sino a un amor perdido.
Pero en la intensidad con la que Carla Morrison se toma las cosas,
uno nunca puede estar seguro.
La
noche había empezado con una agradable sorpresa: Lucio Mantel
haciendo canciones de su disco “Confín” más alguna del resto de
su repertorio como “En el siguiente suspiro”. Amenizó la espera
de la mejor manera y cerró su set de unos veinte minutos con
“Miniatura”. El hielo había enfriado el trago y La Trastienda
estaba repleta.
Llegué
hasta Carla Morrison por varios caminos diferentes. Ya sean sus
colaboraciones con Calexico y Bunbury, o alguna canción ofrecida al
azar por los caprichos de los algoritmos de la web. Y siempre la
referencia ineludible, la que me obligó a levatarme a buscar más
info acerca de lo que estaba escuchando fue las misma: su voz
soprano, fragil y dulce a la vez. Perfecta. Después llegó el
hipsterimos made in Pichfork con la crítica de “Amor supremo”,
pero aunque el sitio a veces me provoca más sospechas que certezas,
cuando escuché el disco supe al instante que con la mexicana, habían
acertado.
Carla
abrió su show con “Un beso”, precisamente de ese últmo disco.
El tema se sostiene en la percusión mientra Carla promete que “te
voy a secuestrar, yo te voy a robar un beso”. Los sintetizadores
hacen que esa amenaza de tomar la iniciativa para con un amor
prohibido parezca una caricia. Y aunque más adelante habrá muchas
otras citas al álbum, alcanza para saber que esa será la propuesta:
un sonido envolvente, casi de ensoñación, revistiendo a la voz de
Carla cantando una y otra vez sus penas de amor.
Probablemente
el punto más flojo del arte de Carla sean las letras. Porque claro,
cuando se le canta casi siempre a lo mismo y en primera persona, es
mucho el riesgo de repetirse, y en una obsesiva búsqueda por
evitarlo, caer en lugares comunes. En esa continuidad de exponer a su
corazón roto hay mucho de edulcorado. Pero cuidado, excepto en
alguna frase aislada en la que el tarro de azúcar parece habérsele
derramado en el cerebro, en ese punto Carla Morrison está más cerca
de Juan Gabriel que de Alejandro Sanz.
Además
en los tres años previos a la grabación de "Amor supremo",
la mexicana se dedicó a vivir y gozar, pero también a construir su
madurez (personal y artística) tomando las riendas de su carrera con
decisión y encontrando en el budismo algunas respuestas a las
razones de su paso por este mundo. Y la experiencia se plasma en la
forma de asumir los desengaños, como cuando canta su dolor con
fortaleza y aceptación, e incluso sugiriendo que también ella es
capaz de destrozar corazones.
En
el setlist Carla Morrison va mechando temas nuevos (“Azuca morena”,
“Vez primera”) con otros temas de su repertorio inicial (“Eres
tú”, “Pajarito de amor”). A veces se muestra con ganas de
hablar, de contar los momentos en que nacieron las canciones, de
citar la sencillez sabia de de su madre y sus sonsejos, de su Tecate
natal. También recordó su trabajo de oficinista en Macy's durante
sus primeros pasos en USA. Y obvio, las noticias no podían pasar
inadvertidas, aunque Carla disimuló su decepción con una ironía
(“No more” dijo cuando hablaba de la migración hacia el norte en
busca de oportunidades). En las redes se mostró mucho más afectada
al respecto.
Las
canciones de Carla que a mí más me atraen son las nuevas. Allí los
arreglos cren un clima donde la voz pareciera perderse en sus
lamentos. Los sintetizadores y las guitarras toman el mando y el
climax llega en “No vuelvo jamás” en donde Carla Morrison
definitivamente se vuelve una Elizabeth Fraser latina. Aunque en lo
emocional, el efecto más contundente es cuando de rodillas,
completamente entregada, canta en “Disfruto” (Déjenme llorar –
2012) que “quiero abrazarte, esperarte, adorarte, tenerte
paciencia”. Podría llegar a parecer demasiado, sin embargo cuando
Carla nos dice “Si les gusta mi música, son igual que yo”,
acierta un gancho a la mandíbula que derriba cualquier pretensión
de falsa dureza. En el tramo final, se pasea por entre las mesas
cantando y hasta recibe un ramo de flores de un espectador.
Después
de un par de bises la despedida final fue con “Yo sigo aquí”,
otra de las canciones que muestran a Carla anclada a un amor perdido.
Y se va mientras la banda termina de tocar, pero el show no terminó
aunque ya no vaya a haber música sobre el escenario. Porque mientras
las luces se encienden, empieza a sonar “Idioteque”. Otra voz
quebradiza, en otro idioma, relatando un apocalipsis. No puede ser
casual. “Aquí estoy vivo, todo el tiempo” canta Yorke mientras
el mundo se desploma. Igual que Carla, que unos instantes antes había
cantado “yo sigo parada aquí” cuando el mundo que se desplomaba
era el suyo.
Afuera,
la selección argentina se alejaba de Rusia, Donald Trump tomaba el
mando de los EEUU y el mundo ya no tenía a Leonard Cohen para
compensar. Atrás quedaba la voz fragil de una chica que no teme
cantar con extrema belleza e intensidad, mientras exhibe cada una de
sus cicatrices.
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