viernes, 24 de mayo de 2013

Cat Power en el Teatro Coliseo

Ayer era la tercera vez que iba a ver en vivo a Cat Power. El dicho popular dice que la tercera es la vencida, pero en este caso las dos primeras habían sido victorias contundentes, con shows parecidos entre sí (a no ser por la banda de apoyo reducida en el segundo), en cambio en este caso la novedad era que, si uno andaba desprevenido por el mundo, Chan Marshall parecía estar feliz. Bueno...feliz. Aclaremos, porque se puede prestar a confusión: se trata de todo lo feliz que puede llegar a mostrarse Chan Marshall. A la hora de compilar su vida, la prensa suele hablar de abusos y excesos, uno ya sabe. De hecho su primera visita al país en 2001 mostró más de eso que de otra cosa. A ese show no fui, pero sí a los posteriores en 2009 y 2010 (la última en el mismo teatro), en donde vimos una versión de Chan Marshall mínima e instrospectiva. Ahora, luego de la separación de su novio Giovanni Ribisi, la nacida en Georgia parece haberse tomado las cosas de buena manera, y reaccionado hasta con cierto optimismo, algo que salta a la luz en “Sun” su disco del año pasado, en el que muestra un insospechado lado amable y pop. Todo esto al menos desde las formas de las melodías, porque a la hora de las letras, Cat Power deja en claro que no está dispuesta a ocultar ninguna de las huellas y heridas que resultan el saldo de aquella ruptura.
“Nubes en mi casa” era la banda soporte, a la que esuché apenas en sus dos últimos temas, suficiente como para deducir dos cosas: la primera, que era una buena elección para la noche; y la segunda, que tengo que prestarles atención, suenan prolijos, bien arreglados, y tienen una saludable vocación por las melodías. Eso sí, terminaron de tocar casi a la hora en que estaba anunciado el show principal, así que para disfrutar de Cat Power hubo que esperar un poquito. Una música suave amenizó una espera en la que se cruzaron Iggy Pop cantando en francés y Nico y la Velvet con “I'll be your mirror”. Un espejo justamente, tal vez un mirada lapidaria sobre sí misma es lo que haya dado origen a “Sun”, aunque no solo al disco sino a la gira toda. Porque los cambios en Cat Power no se limitan solo a la música, sino que se suman a su banda (de sus Dirty Delta Blues Band solo sobrevive el tecladista Gregg Foreman), y un rotundo cambio de imagen, que nos la devuelve a Buenos Aires con chaqueta negra, y pelo rubio, corto e irregular.
El show abrió con una letárgica versión de “The greatest” y una especie de blooper (o efectivamente un blooper, vaya uno a saber) porque un asistente se cruzó hasta el centro del escenario ya iluminado y con los músicos tocando, para buscar el micrófono con el que Chan entraría cantando. Y ni bien su figura se recortó en el primer haz de luz que la iluminó, buena parte de la gente en la platea abandonó sus asientos para colmarla de presentes: algún disco, recuerdos y, por supuesto, flores. Esa reacción de la gente no es nueva, y aunque esta vez pareció por lo menos apresurada, tiene que ver con la devoción que siente por la artista. Una devoción que es también una especie de ternura sobreprotectora, para con una Chan Marshall que se expone sin límites, que desnuda sus dudas y confiesa todos y cada uno de sus temores a traves de sus canciones. Porque aunque “Cherokee” suene pegadiza, y el “kissing me, when I'm going down” parezca jovial, solo anticipa el relato de una ruptura amorosa que se mostrará de manera descarnada.
El concierto se basó en “Sun” y apenas tuvo algunos gestos para con el resto de su discografía. Desde lo musical, la presencia de programaciones, y por momentos una doble percusión, le dieron otro ritmo al show, a diferencia de los que Cat Power nos tiene acostumbrados. En “Silent machine” la banda suena poderosísima a tres guitarras, y en “3,6,9” el ritmo es por demás contagioso. Chan Marshall recorre el escenario menos retraída que otras veces, como si ese pulso la obligara a mostrarse más segura. Alguna vez la vimos tímida, casi ensimismada, mientras que ayer, siempre con esos pasos lentos y alargados que caracterizan su andar por las tablas, se mostró más elocuente y decidida. Ese tono tiene mucho que ver con los ritmos del disco, que liberan un costado optimista que le desconocíamos. Aunque desde ya, todo en dosis mínimas, y con una fuerte mirada cargada de cinismo, sin inocencias ni incredulidades. Eso sí, no faltaron los momentos íntimos y de alta intensidad, como en “Bully” (un tema estrenado hace un año en lo del bueno de Jools Holland), cuando queda iluminada por un círculo de luz rojo, como en una sala de revelado, del que entra y sale como si su indecisión tuviera que ver con aceptar o no esa luz que la la descubre en su contorno. “Everything we now know, with a smile on our face. I, I can never forget” le canta Chan a un amor de los 27, que también dejó cicatrices. Esa intensidad se mantendrá con “Angelitos negros” de Pedro Infante, y esa especie de interludios apocalípticos que preceden a cada estrofa.
“Metal heart” es otro de los momentos más profundos, con una canción que la define e identifica tanto, que hasta la grabó dos veces en álbumes diferentes “I once was lost but now I'm found was blind but now I see you how selfish of you”. Otro clásico que sonó anoche fue “I don't blame you” (de “You are free” de 2003), e incluyó una destacada performance de Gregg Foreman en el piano. “Nothing but time” es una épica canción inspirada en la adolescente hija de su ex pareja, pero que vale como implacable visión del mundo adolescente (You know what you got to do. You ain't got nothing but time and it ain't got nothing on you). En el disco Iggy Pop se suma a los coros en los últimos versos, ayer nosotros no tuvimos ese privilegio. Y hacia el final, fiel a su estilo, Cat Power nos regala otro personal cover, esta vez de “Shivers”, el tema de Rowland Stuart Howard, el compañero de Nick Cave en The Boys Next Door y The Birthday Party., fallecido en 2009.
Entre las cosas que sorprenden en “Sun”, tal vez lo más inusual sea “Peace and love”, en donde Cat Power le roba un verso a la Nina Simone de “Funkier than a mosquito's tweeter” (“Peace and love is a famous generation ”), para casi rapear una despiadada visión del mundo, sobre una base irresistible, que termina con Chan Marshal (a esa altura con camisa celeste) sumándose a la percusión, en una versión suya tan divertida como infrecuente. Y para el final, porque no hubo bises, (apenas un amague de saludo en “Peace and love”, pero nunca se fueron del escenario), quedó “Ruin” y ese loop de piano contagioso sobre el que Chan Marshall despliega toda su desesperanza, relatando las postales más crueles de sus periplos por el mundo para concluir en un desencantado “What are we doing? We’re sitting on a ruin”. Mientras tanto, y como si ese teatro fuera una abstracción perfecta del mundo que relata, Chan se acerca a la gente, les toca las palmas de las manos, los saluda tímida y les devuelve las flores, lanzándolas de a una a una platea que en toda la noche, jamás dejó de observarla de cerca ni de velar por ella.

jueves, 16 de mayo de 2013

Rufus Wainwright en el Teatro Gran Rex

Alguna vez la edición local de la revista Rolling Stone publicó una foto de Rufus Wainwright en la plaza de toros de Valencia con una remera de Sumo que decía Luca Vive. Nunca hubo una explicación de cómo llegó esa remera a él, pero lo cierto es que a partir de esa curiosidad yo me había figurado una relación especial entre el artista neoyorquino y la Argentina. La cosa es que esta anécdota es de 2006 y los años fueron pasando y Rufus no se dignó a bajar a Buenos Aires; cosa que finalmente ocurrió ayer, junto con la primera ola polar anticipando el invierno y con la gente con ganas de amucharse alrededor de su piano para tenerlo y escucharlo bien de cerquita, mientras él contagiaba su calidez. Sí, alrededor de su piano, porque Rufus Wainwright vino solo, sin su banda, y esa ausencia de complementos que bien podría haber sido un déficit terminó resultando su mayor virtud. O acaso de haber venido con su banda, no habríamos reservado el adjetivo de mágico para su eventual momento en solitario sobre el escenario?, me preguntaba ayer a la salida del Gran Rex, mientras hacía sociales (??) con los contactos virtuales que la música vuelve de carne y hueso. Mágico entonces termina por ser un calificativo válido para todo el concierto.
Rufus entró a un escenario despojado con una boina ladeada, unos zapatos imposibles (a ver si Elton John se les atreve) y una bufanda con los colores argentinos la cual, según contó más tarde, le regaló su club de fans local. Su estampa hizo que por un momento tema que nos hubieran engatusado un Mike Amigorena de cotillón, pero no. Saludó con una leve reverencia y se sentó frente a su piano para dar comienzo al concierto con “The art teacher” de su disco “Want two” de 2004. De entrada nomás se mostró animado y charlatán, y para cada anécdota fue acompañada por el histrionismo de sus manos. Ya en el segundo tema, “This love affair”, deja una nota suspendida en el tiempo y su garganta entrega los primeros síntomas de una voz provilegiada en gran estado. Se acompaña en arpegios de piano más o menos complejos según el tema, pero el centro siempre está puesto en esa voz, tanto es así que a la hora de tocar “Vibrate” prescinde en absoluto de su mano derecha.
Rufus Wainwright fue alterando los climas del concierto intercalando canciones más amenas con otras de tono melodramático. Por lo general en los tonos amables se acompañó con una guitarra, mientras que el piano quedó reservado para los climas más íntimos, al menos en la primera parte del show. Entre los momentos más sencillos y contagiosos se destacaron las canciones de su último trabajo (“Out of the game”-2012) como “Jericho” o la que le da el nombre al álbum; y hasta la ironía tuvo su lugar en “Who are you, New York?”. A la hora de los homenajes, los beneficiarios fueron River Phoenix en”Matinee idol”, mientras que en “Memphis skyline” la dedicatoria es para Jeff Buckley, a quien Rufus confiesa que llegó a odiar por creer que jamás iba a poder cantar como él. “Then came hallelujah sounding like Ophelia for me in my living room, so kiss me, my darling stay with me till morning. Turn back and you will stay under the Memphis syline” canta Rufus en lo que probablemente sean los versos más bellos que se hayan escrito en tributo al enorme cantautor ahogado en el rio Wolf. Después el homenaje continúa con su versión del “Hallelujah” de Leonard Cohen, incluída en la soundtrack de “Shrek”, canción de la cual Buckley hiciera su versión más conmovedora.
Tratándose de un artista confesional, resulta extraordinario como consigue transmitir los estados de ánimo que dispararon e impregnaron el momento de la creación de sus canciones, a sus versiones en vivo, y por consiguiente, al público. Podría decirse sin exagerar que Rufus Wainwright no interpreta sus canciones, sino que las revive. Todos los temas de “All days are nights: songs for Lulu”, por ejemplo, fueron escritos durante la agonía de su madre (la cantautora canadiense Kate McGarrigle), y los suplicantes versos como los de “Martha”, dedicada a su hermana, conmueven hasta el llanto. Los climas se contagian, las vivencias se comparten y el extraordinario registro vocal de Wainwright se convierte en un condimento exquisito y distinguido que adorna todas esas historias que encadenan el relato que conforma su propia vida. Pero como dije antes no todo fue drama, y una anécdota sobre un fetiche barato termina con “California” tocada en una guitarra de Hello Kitty. Y en “Going to town”, Rufus ironiza a lo Zappa sobre el sueño americano.
Los últimos años en la vida de Rufus Wainwright han sido muy movidos. La muerte de su madre en 2010 fue lo que más prolíficamente signó su obra, pero también en 2011 nació su hija Viva (concebida junto a Lorca Cohen, hija de Leonard y amiga de infancia), y en 2012 se casó con su pareja Jörn Weisbrodt. Esos elementos se aúnan en “Montauk” en donde Rufus le canta a su hija sobre su futuro con dos padres (One day you will come to Montauk and see your dad wearing a kimono and see your other dad pruning roses) para terminar citando al espíritu de su madre muerta (One day years ago in Montauk lived a woman now a shadow, there she does wait for us in the ocean ) en una de las melodías más bellas que haya compuesto. Después estremece hasta el dolor con “Zebulon”, (My mother's in the hospital. My sister's at the opera. I'm in love but let's not talk about it. There's so much to tell ya. I believe in freedom. Freedom's apparently all I need but who's ever been free in this world? Who has never had to bleed in this world? ), y como si en un click fuese capaz de transformarse, termina el concierto risueño y divertido con “Cigarretes and chocolate milk”.
Para los bises guardó dos de sus clásicos como son “Poses” y “Foolish love”, primera canción de su primer disco de 1998. Parecía que todo terminaba allí, Rufus ya había recogido las flores que le arrojaron al escenario, más algún CD de algún osado e iluso artista local, y la gente se aprestaba a buscar sus abrigos para volver a enfrentarse con la lo polar. Pero tal vez allí afloró aquella imaginaria comunión que yo imaginé a raíz de la inexplicable remera de Sumo, y Rufus volvió al esceanario para despedirse en frances haciendo “La complainte de la butte”, la canción de Jean Renoir que grabara para la banda de sonido de “Moulin rouge”. Ese tipo de atenciones son las hacen que uno se sienta por un momento privilegiado y especial. Perfecto final para el concierto de un músico que coquetea con el musical casi tanto como con la ópera, y que hace de cada melodía una auténtica y compleja artesanía. Y la voz, claro. Esa voz imposible que me convence de que si hasta ahora no se me había dado por cantar, después de anoche cualquier intento tendrá todavía menos sentido que antes.