sábado, 10 de marzo de 2012

Roger Waters - The Wall en el estadio de River Plate


            Fabian Casas se me adelantó a la idea con la que yo me paraba ante “The wall” antes de estos shows: quién escucha hoy The Wall completo? se preguntó en su nota para Rolling Stone. Y allí surge la principal incertidumbre frente a la obra de Roger Waters: cuál es su grado de actualidad, pasados más de treinta años de su aparición? Y para responder esto habría que encontrarle un significado a una obra que con el tiempo se fue resignificando (sola o a la fuerza) y que como toda obra de arte, sobrevive diferente a partir de cómo afecta a cada uno de los seres que se exponen ante ella. Y es que aquel alerta sobre el fascismo y el rock, aquel compendio de miedos y fobias a la crueldad de las masas y los poderes absolutos se ha transformado en un combo que incluye paralelos con el muro de Berlín, Madres de Plaza de Mayo, Malvinas, y que motiva aportes periodísticos tanto  de Alfredo Rosso como de Catalina Dlugi.  
En mi caso yo soy de la generación que pudo disfrutar tanto de los Pistols como de Floyd sin culpa alguna. Llegué adolescente a las trasnoches del Select Lavalle para ver decenas de veces una película que de antemano me habían anticipado que me iba a costar entender. (Aunque confieso que en materia de trasnoches yo prefería la película de Zeppelin en el Lara, la cual requería menos dedicación intelectual y solo la necesaria concentración para estar atento al momento en que Bonzo Bonham le palmeaba el culo a una vaca). Entonces, cómo pararme frente a The Wall hoy, cuando la obra ha tenido un recorrido sinuoso, tan sinuoso como mi propio recorrido de vida, sin hacerlo con un espíritu crítico, en el buen sentido de la palabra? Da la impresión que a  Waters lo supera la dimensión de su obra y que por algún motivo (desde el económico que le adjudican los más escépticos hasta cierto exceso de ego) necesita adaptarla a los tiempos como forzando (innecesariamente según mi parecer) su carácter  inmortal. Es cierto, él la pensó así de descomunal desde un comienzo y hoy la tecnología le permite ponerla en práctica tal cual su mente la ideó hace más de treinta años. Pero volver a abordarla significa necesariamente acondicionarla al presente, asumiendo todos los riesgos que eso implica. Y yo, mas allá de todos estos cuestionamientos que tienen más que ver con la pretensión del propio británico que con la obra en sí, que crecí con la película, que escuché cientos de veces el disco y que soñé con estar frente a semejante monstruosidad, me olvido de todo y por un momento me propongo pararme frente al concierto desde la más absoluta inocencia.                                       
Y ahora que pasé por la experiencia de reencontrarme con The Wall en su versión más desmesurada, me doy cuenta que todas esas inquietudes previas bien pueden quedar a un lado. Porque basta que empiece a sonar “In the flesh” para que comprenda que por primera vez no estoy enfrente de nada, sino adentro de todo. En el medio del sueño, o pesadilla como más guste, de Roger Waters. Porque los sonidos llegan de todos lados, los helicópteros están encima de mi cabeza, las bombas me estallan debajo de los pies, los gritos suenan adentro de mis oídos y las ráfagas de metralleta apuntan directo a mi pecho. Va a volar un avión y se va a estrellar sobre la pared aún inconclusa, y la adrenalina empieza a recorrer las venas creando un estado de éxtasis que durará por varios minutos y que no va a decaer hasta que las propias energías en baja de Pink contagien el estado letárgico del encierro. 
Dos premisas a la hora de narrar: la primera es que las sensaciones que se viven dentro del estadio son tan complejas que las palabras no alcanzan, por lo que no vale la pena intentarlo; la segunda es que siendo The Wall una obra tan conocida no tiene sentido escribir sobre su argumento. Solo decir que está todo: la marioneta gigante del profesor, el coro de niños atacándolo (Roger convocó a chicos de villas de emergencia para cumplir este papel), la madre sobreprotectora vigilando a Pink por sobre uno de los extremos del muro, la guerra, la muerte, la lujuria y el engaño representados en la inolvidable danza de flores devenidas en acto sexual y luego en alambres de púa. La pared grafiteada por las proyecciones sirve para repetir consignas contra los poderes de todo tipo y además nos alerta: el miedo construye muros. Incita a descreer de los gobiernos, denuncia desigualdades, recuerda víctimas de las guerras reflejando sus rostros y fechas de nacimiento y muerte. Y señala enemigos, como cuando las bombas despedidas desde los aviones son representadas con símbolos de corporaciones multinacionales  y religiosos (la estrella de David, la luna árabe y la cruz católica que, unidas, en Madonna y en Bono significan paz y concordia, aquí son balas asesinas). Tal vez allí, en esa ampliación del campo abarcativo de la obra, es en donde surgen las inevitables contradicciones. Por ejemplo, pienso en que la primera reinvención de  The Wall se hizo carne para, aprovechando la analogía entre muros, saludar los mazazos que en Noviembre del ’89 dieron por tierra con el muro de Berlín;  y anoche en River pude ver como la palabra “capitalismo” escrita con la tipografía de Coca Cola, era señalada desde la denuncia. Entonces me pregunto: no fue acaso la caída del muro de Berlín el mayor símbolo del fin del mundo bipolar y de la consagración definitiva (definitiva?) del capitalismo como sistema? Paradojas.
Pero además están las canciones, que por la respuesta negativa a la inicial pregunta de Fabián Casas (hoy por hoy nadie escucha The Wall entero, aceptémoslo), retornan a mis oídos con la capacidad intacta para estremecer. Porque además de todo lo que gira a su alrededor, The Wall es un compilado de excelentes canciones que más allá de toda la parafernalia se defienden, y muy bien, por sí solas. O acaso no nos estremecimos cuando Eddie Vedder nos cantó “Mother” en La Plata, alejado de cualquier contexto y pretensión conceptual? Y allí están entonces la emotiva “Goodbye blue sky”, la fuerza de “Young lust” y el carácter irresistible de “Another brick in the wall pt.2”. Todo esto en la primera parte del show, que luego de los giros, malos días y desequilibrios, finaliza con un Waters agónico anunciando “Goodbye cruel world” asomado por el último hueco de la pared, que luego se cierra por completo. Muchos años atrás en ese momento yo me levantaba a dar vuelta el cassette. En River es intervalo, veinte minutos libres para llegarse hasta el merchandising, por si faltaban contradicciones.
En la segunda parte, por la lógica continuidad del relato, la adrenalina cae. “Hey you” es cantada por un Waters invisible, que solo reaparecerá en un hueco en la pared para hacer solo con su guitarra “Is there anybody out there?”. Luego, en otro hueco que se abre, la intimidad de una habitación solitaria arropa la desolación de “Nobody home”. En este tramo, con el muro cubriendo por completo el escenario, el centro de la atención está en las proyecciones. Roger Waters es entonces un actor que encarna la debilidad y la autodestrucción de Pink. Llega el esperadísimo “Confortably numb” y Waters (Pink) golpea el muro que se despedaza imaginariamente, logrando la imagen más impactante desde lo visual de todo el concierto. Pero “The show must go on”, y con el regreso de “In the flesh”, caen las banderas con los martillos cruzados vistiendo los muros, y el encierro se transforma en la despiadada recreación del imaginario nazi. Crecen la paranoia y las persecuciones, y todo deriva en un “Run like hell” con una cámara (“Big Brother is watching you” alerta el muro) que desde la pantalla central y circular que asoma por sobre la pared, controla a un estadio pasmado, mientras el cerdo inflable que repite las consignas del muro, sobrevuela la platea, y la imborrable imagen de la marcha de los martillos transita un escenario dominado por el rojo y el negro. Todo este tramo termina con Roger enfundado en cuero y su brazalete identificatorio ametrallando al público.
El tramo final es la versión ampliada de la película de Alan Parker, porque la espera de los gusanos y el juicio impiadoso es representado casi exclusivamente con las imágenes del film. La banda ya toca completa al frente del muro, que con Pink condenado a vivir entre sus semejantes y al grito masivo de “tear down the wall”,  finalmente se derrumba dejando al escenario con la apariencia de una terrible devastación, pero con el espíritu optimista que precede a toda reconstrucción. Los músicos se adelantan a los ladrillos derribados, Roger Waters con su trompeta inicia la melodía de “Outside the wall”, y mientras nosotros aplaudimos de pie, los músicos se retiran de a uno, presentados por un Roger Waters que no deja de agradecer. En la lenta marcha de salida, más de uno que pagó $ 1400 y que vuelve a la seguridad de su barrio cerrado, no reparará en que minutos antes aplaudía a rabiar la sentencia que obligaba a Pink a vivir junto a sus semejantes. Pero no es tiempo de detenerme en señalar más contradicciones. Me voy de River anonadado por el tamaño del espectáculo que acabo de presenciar, con la poco convinente conclusión de que ya nadie escucha The Wall entero, porque hace rato que The Wall ha dejado de ser solo un disco de una gran banda de rock; y recordándome adolescente tallando con la punta de un compás en el viejo pupitre de madera aquello de “Solos o en pareja, los que de verdad te aman caminan fuera de la pared”.
           



             

lunes, 5 de marzo de 2012

Morrissey en GEBA


Una de las pocas cosas a las que nunca le encontré explicación fue haberme perdido la visita anterior de Morrissey a la Argentina. La del 2000 tiene más atenuantes, pero la de 2004....encima aquella vez vino a un festival que incluía a Blondie y Cerati entre otros, así que doble culpa por mi lado. Esta vuelta no podía dejarlo pasar, además GEBA es un lindo lugar para ver un show. Un lindo lugar si uno llega temprano, porque la platea estaba repleta y tuve que ver el show desde un ángulo muy rebuscado. A Mozz lo vi joya, al resto poco y nada. Supongo que el baterista, a quien Morrissey desgnó su preferido durante la presentación de la banda debería, mover mucho sus bracitos para hacer sonar los tambores. Pero esa presentación de músicos fue al final. Antes Kristeen Young había cumplido las veces de número de apertura, aunque yo solo la escuché en los últimos dos temas y me alcanzó para definirla como una Kate Bush gritona (iba a escribir “una Kate Bush con pretenciones de Valeria Lynch”, pero me arrepentí. Cuando la escuche tranquilo seguro le hallaré sus méritos). Después una pantalla proyectó varios de los videos favoritos del británico, en los que apenas reconocí a Nico medio de refilón. Y puntualmente a las nueve de la noche, como marcando tarjeta, actitud que repetirá cumplida la hora y media prevista de concierto, Morrissey arrancó el show con “First of the gang to die”, y allí nomás le pegó “You have killed me”. Irresistible. Dos golpes certeros en el primer round para una pelea que ya estaba ganada antes de empezar. Porque no nos engañemos, Morrissey girando con un grandes éxitos casi que no tiene rival.
Mucho público y como suele suceder con artistas masivos bienvenidos en el universo de la diversidad sexual, lo más lleno era el VIP. Un espacio en el que más de uno se debe haber sentido estafado, porque formaron una especie de corralito a la izquierda del escenario, con lo cual quien pagó la mitad de dinero y se tomó el tiempo de llegar temprano, consiguió, en el peor de los casos, la misma ubicación que quien pagó por un sector supuestamente privilegiado. Detalles menores, en realidad, porque cuando reparé en esto el show estaba en pleno apogeo y a nadie le molestaba nada. En continuiudad con el concierto, a aquel arranque demoledor le siguió “You're the one for me, fatty” y el primer momento Smiths de la noche: “Theres is a light that never goes out”. Allí sorprende como Morrissey es capaz de recuperar el tinte que tenía su voz más de veinte años atrás. Como si el semitono más grave con el canta sus canciones más nuevas fuese una decisión propia más que una exigencia del paso del tiempo. Y pegadito “Everyday is like sunday”, justamente en un domingo que por clima y por él mismo, no tuvo nada de silencioso ni gris.
El histrionismo de este Morrissey es medido. Su pose sobre el escenario mantiene su postura a medio camino (o la suma de ambos) entre la sensibilidad y la arrogancia. De la ironía y el sarcasmo se encargan las T-shirts de los músicos declarando su odio por los príncipes William y Kate. Camisas coloridas que cambian del amarillo al rojo, y luego al azul. Pocas palabras, las justas en realidad, diciendo que nos ama, y pidiendo que lo amemos a él. (“I'm the star!” Gritó al salir al escenario, y “griten duro por este hombre” arengó Gustavo Manzur, su tecladista colombiano, cuando volvieron para el último tema). Y la música claro. Esas canciones poseedoras de una lírica única y que en continuado van armando un show inolvidable. Aunque para decir verdad, y en esto me baso únicamente en mis espectativas, temazos como “Alma matters” o el oscuro “Ouija board, ouija board” no tuvieron la mejor respuesta. Es decir, sí mucha atención, pero los aplausos al final no parecieron ser la justa medida de juicio por lo que acababa de suceder.
Pasaron la bella “I'm throwing my arms around Paris” (justo la noche anterior un pub había acompañado la cena post Bunbury con “Midnight in Paris”, mirá vos) y llegó el momento que yo más esperaba cuando Mozz a capella arrancó con “I can feel the soil falling over my head” (No. No pronunció el “Oh mother”). “I know is over” es una de las mejores canciones que jamás se hayan escrito. Y que cuando la escuché en la voz de Jeff Buckley decidí que era la mejor de todos los tiempos, consagración que los melómanos podemos sostener a lo sumo por una semana. Pero sí, una de las más grandes. Versión sentida, sin el desborde de emotividad en el final prolongado de otros shows que vi en video (ni hablar de los de The Smiths) pero lo suficientemente conmovedora como para que yo sienta que eso solo había valido la entrada. Y en seguida “Let me kiss you” y la camisa revoleada al VIP, para confirmar que la imagen de sex symbol no se pierde por unos kilos demás.
Después de “Black cloud” llegó una oscura versión de “Meet is murder”, esa especie de cachetazo a los que nos sentimos a gusto como especie omnívora. Mi posición en la platea me sirvió para estratégicamente ignorar el video con imagenes crudas y golpes bajos, y mi poco conocimiento del inglés me sirvió para esconderme de las palabras y disfrutar de un clásico como pocos, que tuvo un final sonoro y luminoso casi apocalítiptico. Después llegó esa especie de disculpa que hoy por hoy parecen necesitar los británicos honestos (??) con respecto a la postura de su gobierno para con las Islas Malvinas. Sí, quedate tranquilo Steven Patrick: las Malvinas son argentinas y no le vamos a achacar a los buenos británicos en general la acusación de piratas; y mucho menos aún si cantan como vos. Anécdota: a la salida, una chica de piernas interminables vestía calzas con la bandera inglesa, con lo cual bien podría haber zanjado la cuestión de la soberanía con un “Las Malvinas son argentinas, but my legs are british”. Seguido hubiese estado genial un “Margaret in the guillotine”, pero Mozz eligió dejar la política de lado para suplicarnos “Please, please, please let me get what I want”. Y sí, claro. Como no.
El cierre fue con “Scandinavia”el tema nuevo que todos los que no pudimos con la ansiedad, escuchamos decenas de veces en internet, y por si le faltaba a algo al show, otro clásico de los Smiths: “How soon is now”. “I am human and I need to be loved, just like everybody else does”; nada para agregar entonces. Varios buscamos el celular para ver la hora, porque nos pareció poco. Y sí, estábamos en lo cierto. Aunque tengo que decir que cuando un show resulta tan consistente como el de anoche, cuando una banda suena con tanta fuerza, precisión e intensidad, al menos para mí, el tiempo no cuenta. Y si bien la despedida incluyó como único bis a “One day godbye will be farewell”, la cuenta estaba saldada de antemano. Las luces se encendieron veloces como para que no queden dudas de que el final no admitía prerrogativas, y el humo de los patys en las afueras del estadio resultaron una provocación.

domingo, 4 de marzo de 2012

Enrique Bunbury en el Estadio de Ferrocarril Oeste


                Caminaba para la cancha de Ferro y mientras me acercaba a la barrera del Sarmiento caí que a pesar de vivir relativamente cerca de ahí, la última  vez que transité esa zona Federico García Lorca se llamaba Cucha Cucha, y los Molinos de Morixe ocupaban el lugar de esa inmensa torre que está ahora, que de seguro en su exceso de aires acondicionados es responsable de varios de los cortes de luz que me afectaron este verano. Pero eso no es todo, además me iba fijando en la cantidad de remeras con los logos de Heroes del Silencio que hacían el mismo camino que yo. Es increíble lo que esa banda representa en Argentina, tanto que la gente se resiste a olvidarla en los shows de Bunbury aún cuando su cantante y líder se haya preocupado tanto por transitar un camino musical tan diferente como coherente, y que en definitiva ya lleva recorridos la misma cantidad de años que lo que duró la vida de la banda que lo hizo trascender al gran público. Y una vez adentro del estadio y mas aún con el show en pleno apogeo, me doy cuenta que el carisma de Enrique Bunbury traspasa esas identidades, no necesariamente contrapuestas pero sí diferentes, y consigue que a pesar de algún canto tibio de “Heroes va a volver” o algún murmullo entre dientes pidiendo “más rock”, la gente se acopla a su (no tan) nueva propuesta y la acepta con beneplácito.
                En un campo acotado con vallas para limitar el espacio disponible para la cantidad de gente que se había llegado hasta Caballito, Los Santos Inocentes dieron comienzo al show con “El mar, el cielo y tú”, la breve pieza instrumental de Agustín Lara que da comienzo al álbum a presentar: “Licenciado Cantinas”. Después sí el ingreso de Enrique para hacer “Llevame” y en seguida “El solitario (Diario de un borracho)” de Alfredo Gutierrez con un arreglo en donde la cumbia se mezcla con el reggae, mientras la guitarra de de Álvaro Suite le saca telepáticamente más de un gesto de aprobación a Cesar Rosas. Disco nuevo sí, pero para quienes hayamos presenciado presentaciones de discos de Enrique Bunbury no es novedad que el disco sea solo una excusa. Una excusa que sirve para sumar canciones al repertorio, pero jamás el aragonés va a tomarse el trabajo de tocar todo un disco nuevo en un solo show, porque a este tramo de su carrera lo guía su andar errante entre España y Latinoamérica, durante el cual recoge canciones ajenas, rescata otras propias,  y aprende y absorbe melodías y enseñanzas. En definitiva: suma y enriquece su repertorio. Ese viaje sin pausa ha dado por resultado un disco (y un mediometraje dirigido por Alexis Morante llamado “Licenciado Cantinas – The movie”) que no hace otra cosa que plasmar su deleite y devoción por una vida que encuentra su mejor expresión en las cantinas o bares latinoamericanos, cuyas noches lo han licenciado en bohemia. Emparentado musicalmente con “El viaje a ninguna parte” (2004), pero esta vez limitándose a interpretar versiones de temas tradicionales de todo el continente, “Licenciado Cantinas” es la muestra más acabado de cómo Bunbury ha asimilado esas canciones y se ha apropiado de ellas de tal manera, que si uno no las conociera de antes, bien podría adjudicárselas a su autoría. Como por ejemplo la versión del bolero “Ódiame”, con la cual parece asumir una identificación absoluta.
                Arriba del escenario el español sigue siendo el mismo de siempre: una especie de Marc Bolan torero, elegante y glamoroso, pero  también pasional y dramático. Recostado sobre una banda sólida y precisa, intercaló sabiamente canciones viejas haciendo una selección acorde con los sonidos del nuevo disco como “El extranjero” (de las más celebradas), “No me llames cariño” y “Sácame de aquí”, y mantuvo en la lista un par de verdaderos temazos de “Las conseuencias” como “Los habitantes” y “De todo el mundo”. No quiero dejar pasar  por alto la versión de “El anzuelo” cuyo nueva base funk saca lo mejor de la banda y que por momentos la emparenta con el “Superstition” de Stevie Wonder. También Enrique soportó las quejas con el volumen que llegaron desde el campo VIP, deficiencia que quienes estábamos más atrás no notamos en absoluto, y que me llevó a sospechar más en un problema de orientación del sonido que de decibeles, y coronó su afición por las cantinas y las noches interminables con la mexicanísima “Ánimas, que no amanezca”. Para el final guardó el irresistible “El día de mi suerte” de Willie Colon, levantó el clima y compartió con la gente “Si” y cerró, luego de presentar uno por uno a los integrantes de los Santos Inocentes, con “El hombre delgado que no flaquerá jamás”, en la cual la banda demuestra que a la hora de rockear no se privan de nada y no tienen nada que envidiarle a los Heartbreakers de Tom Petty (dicho esto por alguien que aún no ha visto en vivo a Tom Petty y que probablemente el día que lo haga se arrepienta de la exageración que acaba de escribir. Yo solo quería dar una referencia, así que ofrezco las disculpas correspondientes).
                A la primera tanda de bises, Enrique eligió abrirla con (según sus propias palabras) un blues de Atahualpa. Entonces la noche encontró su momento más emotivo. Cada frase de “El cielo está dentro de mí” que se desprende de la garganta de Bunbury es acompañada por un slide lejano y atemporal que pareciera llegar para confirmar cada sentencia que la sabiduría de Yupanqui plasmó en cada uno de los versos. La gente escucha esas verdades eternas en un silencio hipnótico y hasta respetuoso, mientras la versión gana en intensidad. “El cielo está dentro de uno, y está el infierno también. El alma escribe sus libros, pero ninguno los lee”. Por si alguien lo dudaba: Atahualpa es (también) rock. A semejante momento había que cortarlo con mucha energía, y la encargada fue “Bujías para el dolor” y finalmente cerró “Infinito”, ese blues latino de “Pequeño”, clásico por excelencia del repertorio solista de Bunbury. Pero claro, además de Yupanqui había que homenajear a Buenos Aires y Enrique y los suyos volvieron para hacer “Cosas olvidadas” de Rodio y Contursi. Honestamente no me parece muy lograda esta versión (ni siquiera está a la altura de la versión de “Confesión” con la que cerraba el “Pequeño Cabaret Ambulante” a principios de siglo), y si se trataba de hacer un tema más del repertorio argentino, me quedo mil veces con el rockero y potente cover de “Chacarera de un triste” de los Hermano Simon, que forma parte de “Licenciado Cantinas” y que anoche quedó en el debe. Como último tema quedó “Y al final”, el vals de “Flamingos” que ya es una especie de código de despedida entre Bunbury y su público que se fue lentamente por Avellaneda esquivando la sobreabundancia de vendedores ambulantes de remeras, poco estratégicamente colocados frente a la única salida del estadio. “Sigue dando vueltas, si aguantas de pie” canta Bunbury en el final, y en mi caso el seguir dando vueltas me llevará esta noche a Palermo al encuentro con Morrissey. Pavada de programa.